Se cubrieron de besos y se abrazaron largamente hasta quedar imantados de luna. Cuando ella se iba se le pegaban (a ella y a la bici) los papeles y las hojas del camino. Un perro de flores y pastito la siguió unas cuadras, pero el can primaveral se deshizo al primer ladrido (ladró porque no supo de qué otra forma saludar) y lo que se oyó fue un bostezo perfumado.
No llegó a volar o a saltar tan alto aunque era suficiente su encantada velocidad. Tal vez hubiera bastado una mínima rampa precisa. Con un envión así de mimoso, en una de esas cruzaba el río. Un flotante sendero de estrellas surgiría bajo sus ruedas para facilitar el milagro.
Pero no, ya entra a su casa y duerme y sueña. Cruza el río, sí; pero llega al otro lado en llantas y tiene que volver a pie por el puente con el cuadro a la rastra y las cámaras llenas de esquirlas plateadas. Así y todo, el niño de la orilla (o el niño asombrado que la orilla es) nunca olvida un mágico cruce.
Una estela suave, del cielo y del agua, dejó su marca. Un signo de alegría en el cuerpo y en la arena como una línea de tibieza permanente.
No llegó a volar o a saltar tan alto aunque era suficiente su encantada velocidad. Tal vez hubiera bastado una mínima rampa precisa. Con un envión así de mimoso, en una de esas cruzaba el río. Un flotante sendero de estrellas surgiría bajo sus ruedas para facilitar el milagro.
Pero no, ya entra a su casa y duerme y sueña. Cruza el río, sí; pero llega al otro lado en llantas y tiene que volver a pie por el puente con el cuadro a la rastra y las cámaras llenas de esquirlas plateadas. Así y todo, el niño de la orilla (o el niño asombrado que la orilla es) nunca olvida un mágico cruce.
Una estela suave, del cielo y del agua, dejó su marca. Un signo de alegría en el cuerpo y en la arena como una línea de tibieza permanente.
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